Historias de la desmemoria (3): Julián y Enrique Peteira

Tabaco
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El último recuerdo que conservo de mi encuentro en 2005 con el madrileño Julián Peteira Ruano, veterano del Ejército Popular de la República, es su mirada atenta a la colección de libros de la contienda que atesoraba en su casa, como si estuviera pasándoles revista. Razones tenía Julián, que contaba entonces con 90 años, para mandar sobre los volúmenes de aquellas estanterías colmadas de Historia y de historias porque conocía como nadie aquel conflicto, sobre todo por propia experiencia.

Empleado como aprendiz en una joyería de la calle Mayor donde trabajaba su padre, Julián contaba con 21 años al estallar la guerra. Junto con su hermano Enrique, que era tres años mayor que él, fue llamado a filas por el gobierno republicano. Sin embargo, a pesar de no ser de derechas, los dos hermanos decidieron no incorporarse, desalentados por el horror de la represión desatada en Madrid, que se había cobrado la vida de algunos conocidos suyos.

Al ver que la guerra se prolongaba, el primer día de la primavera de 1937 tuvieron que presentarse en la caja de recluta, falsificando sus cartillas militares para no delatar su tardía incorporación a filas. Ambos fueron integrados en el 115º Batallón de la 29ª Brigada Mixta, desplegado en las faldas del puerto del Alto del León, frente al sanatorio antituberculoso y la estación de Tablada.

Los franquistas estaban a 50 metros de sus trincheras y se hablaban unos a otros todo el día. «Ellos nos llamaban «rojillos» y nosotros a ellos «fachas». Y había gente nuestra que se pasaba. Mi hermano y yo lo hablábamos muchas veces, lo de pasarnos. Pero sabíamos que teníamos que hacerlo los dos al mismo tiempo o no hacerlo ninguno. Si uno se escapaba y el otro se quedaba, a éste ya se le podía dar por muerto. Así que ni se nos ocurría hacerlo por separado. Pero teníamos que aprovechar un momento en el que los dos estuviéramos en el mismo puesto, y nunca lo estuvimos», me contó Julián en aquella conmovedora conversación de hace tres lustros.

El destino quiso que un morterazo hiriera a Julián, cercenándole el dedo gordo del pie derecho y provocándole la amputación del segundo. Evacuado a Madrid, al hotel Palace, convertido en hospital, allí le curó el doctor Gómez Ulla. Después de convalecer durante varios meses, porque hasta que le cicatrizaron las heridas no pudo calzarse, fue destinado a un centro de intendencia en Alcira y luego a una compañía encargada de los suministros en los frentes de Toledo y Ciudad Real.

Al volver un día a Madrid de permiso, Julián se enteró de que su hermano Enrique había muerto al intentar desertar a la zona nacional en el Alto del León.

«Yo supongo que mi hermano decidió fugarse al ver que me habían mandado a Madrid y que luego me destinaban a Alcira. Si se pasaba yo no corría peligro, porque ya no era como cuando estábamos juntos. No se daría maña en pasarse bien, porque no era el primero que desertaba. Allí, en la sierra de Guadarrama, cuando entrábamos de guardia, nos daban la consigna de que si alguno intentaba escaparse disparáramos. Tirar a matar, nos decían».

La muerte de Enrique Peteira el 19 de noviembre de 1937, alcanzado por disparos de un centinela de su misma unidad en la posición “El Tomillar”, frente al sanatorio y estación de Tablada, fue investigada por la justicia militar republicana. Mi amigo Juan Ureña Carazo localizó el expediente en el Archivo Histórico Nacional y me animó a conocer los detalles del suceso que Julián Peteira me había relatado casi 20 años atrás para mi libro Desertores.

La instrucción del caso correspondió al Tribunal Militar Permanente del I Cuerpo de Ejército, cuyo titular era Gregorio Peces-Barba del Brío, padre del que sería después uno de los redactores de la Constitución de la concordia, el socialista Gregorio Peces-Barba.

La investigación acreditó que Enrique Peteira abandonó su puesto de centinela, dirigiéndose a las alambradas para saltar a tierra de nadie y pasarse a las líneas enemigas. El compañero de puesto, un joven de 25 años, advirtió su fuga y salió en su persecución junto con el cabo de guardia, y «cuando vio que intentaba saltar las alambradas hizo fuego sobre él matándole», según la declaración del propio centinela, quien confirmó que «nunca tuvo discusión con el soldado antes aludido, guardando buena amistad con él». La causa fue archivada al confirmarse que «las fuerzas que dispararon produciendo la muerte al soldado Enrique Peteira Ruano lo hicieron en cumplimiento de su deber».

«Yo nunca he culpado de la muerte de Enrique al centinela que disparó. Nunca lo he hecho», me confesó Julián con una insondable compasión hacia aquel soldado, cuyo nombre no sé si llegó a conocer alguna vez.

«Tuve que seguir en la guerra, aunque a veces me daba por pensar en mi hermano y en el hecho de que yo estuviese en el bando de donde se había intentado escapar. Pero, al fin y al cabo, había que tirar adelante», me reconoció.

El fin de la guerra cogió a Julián en Mora de Toledo, donde se entregó a unos oficiales de Regulares. Pasó un tiempo en un campo de concentración, pero su hermano mayor, Francisco, pudo conseguirle un aval y fue liberado. Después de la contienda estuvo indagando para conocer el paradero de los restos de Enrique, pero nunca supo dónde estaban enterrados. Julián falleció al año siguiente de nuestro encuentro, dejando para siempre en mi recuerdo la viva admiración por un hombre bueno.

La historia de los hermanos Peteira me viene saliendo al paso desde hace semanas por este nuevo propósito de reabrir trincheras incluso en el seno de familias que ya habían remendado las costuras rotas por la guerra. A un hermano se le hace merecedor de reconocimiento, a la vez que se ahonda el agravio hacia el otro hermano, sin caer en la cuenta de que en el fondo se está agraviando la memoria de ambos.

¿Qué pensaría Julián Peteira si por su forzado compromiso en las filas republicanas durante la contienda fratricida le hicieran hoy objeto de reconocimiento por parte de las nuevas «políticas de memoria democrática» por su «lucha por la libertad y la democracia», y a su hermano Enrique lo siguieran reprochando el haber tratado de saltar una alambrada entre las dos Españas?

Créanme si les digo que estoy seguro de que Julián, el viejo veterano de mirada serena que conocí, habría querido renovar con su hermano Enrique su mutua promesa de no separarse nunca y salir juntos en descubierta por la tierra de nadie para convertirla en la tierra de todos con el ejemplo de sus vidas y de sus muertes.

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